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Narrativa
Anaïs, la chica frente al espejo

Anaïs, la chica frente al espejo

—No toques las cosas que no son de tocar.

Anaïs

La chica al otro lado del espejo observaba el manto de estrellas que cubría el cabello azul de Anaïs. La luz de la vela se reflejaba en el ahumado gris de sus ojos, resaltando el brillo de todas las lágrimas que había derramado desde que la luz cayó del cielo. Habían llegado hasta el final del camino. Habían recorrido aquellos túneles buscando la entrada a otro reino, y al fin habían encontrado la respuesta a su esperanza.

Hacía tan sólo unos minutos, Anaïs se encontraba ante su Chicosombra, con la cara apoyada contra el cañón del arma con la que parecía decidido a acabar con su vida. Había aceptado que ese fuese su final, a manos de él, por orden de su propia hermana. Y confiaba en que aquello, al menos, sirviese para darle tiempo a los demás y que pudiesen llegar hasta la puerta. Cerró los ojos cogiendo aire con fuerza, luchando contra la presión que le oprimía el pecho y las ganas de gritar que la invadían, e hizo la pregunta que le atormentaba desde que Hope le arrebató, por venganza, a lo que más amaba.

—¿Eres feliz? —El silencio respondió a su pregunta. Apretó de nuevo los ojos con fuerza, tratando de expulsar las lágrimas que le impedían verle entre la oscuridad—. No olvides darle de comer a los gatos. —Sonrió dejándole ver el tatuaje al que se aferraba cada noche para no olvidarle. «Luz. Calma. Lo siento. Esperanza. No te abandonaré. Te quiero. Chicosombra.»

Tatuaje de Anaïs

Anaïs llevaba preparándose para aquel momento desde que salió de la aguja. Sabía que, tarde o temprano, sus caminos volverían a cruzarse y que, probablemente, él iría a matarla. Hacía días que se había rendido ante la idea de luchar, y estaba dispuesta a sentarse a esperar a que llegase el final, a que su mundo se reiniciase, con la esperanza de que él volviese a susurrarle aquel “lo siento” entre la multitud del 7Sins. Unas horas desde que Limbo volvió a romperla en mil pedazos, golpeándole en la cara con la realidad: su desidia amedrentaba a quienes compartían su suerte. Unas horas desde que Jessie trató de convencerla de que era mejor morir de pie que hacerlo de rodillas, y de que si no podía pasar el fin del mundo junto a quien amaba, al menos debería hacerlo junto a quienes la necesitaban. Unas horas desde que volvió a sentirse tan solo otra de las herramientas de la Quimera, usada por el León para llegar a la comunidad mágica, y por Aradia para aferrarse a la vida mientras suplicaba a los espíritus que les ayudasen. Y tan solo unas horas desde que había vuelto a fallar, siendo incapaz de hacer lo único que creía que se le daba bien, dejando morir a Jenízare a manos de aquel traidor. Aunque también unas horas desde que el León le dio las gracias por haberle ayudado a ser mejor, desde que Luca le dijo que veía en ella cómo, a pesar de todo, le había dado esperanza a muchos, y tan sólo unos minutos desde que Hikari le había implorado que aguantase hasta el final porque debía ser ella quien abriese la puerta.

Pero el tiempo se detuvo de nuevo, y cuando él apartó su arma, ella se fundió con su pecho en un abrazo en el que creyó perder el aliento. Y, para cuando se quiso dar cuenta, había vuelto a tocar las cosas que no eran de tocar, había roto la cuarta dimensión, y la chica al otro lado del espejo se estaba despidiendo de ella dándole las gracias.

Ángeles de la Guarda de la Quimera, cuidad bien de cada uno de estos locos para que puedan ser lo que siempre quisieron ser.

El despertador de Anaïs sonó, como cada mañana, a las 7:45h. Al abrir los ojos, vio cómo la claridad que entraba por el enorme ventanal inundaba la habitación. Se puso la sudadera que había tirado la noche anterior sobre la silla que tenía junto a la cama y se dirigió a la cocina. Antes de fregar la taza se remangó, dejando al descubierto el tatuaje de su antebrazo, y encendió la máquina de café.

El tintineo de la cucharilla golpeaba rítmicamente las paredes de la taza mientras removía el azúcar pensativa, repasando uno a uno los puntos que tenía anotados en la lista de tareas que tenía en la cabeza. Aunque su hermana la animó a hacerse cirujana cuando entraron en la universidad, había algo en su vida que no terminaba de hacerle sentir completa, por lo que, cuando un par de semanas antes, en plena cena con sus seres queridos, la vieja amiga de sus padres le ofreció cambiar de rumbo, no le costó demasiado aceptar su proposición y dejar el hospital en el que trabajaba.

Al bajar del coche, Anaïs alzó la vista ante el hermoso edificio en el que se encontraba el orfanato. Al otro lado del jardín, la anciana paseaba del brazo con un muchacho que le resultó familiar, y con la sensación de que ya le conocía, se acercó a ellos.

—Qué alegría de que hayas llegado, niña, ven, te presento a mi hijo. Adán, esta es Anaïs, la chica de la que te he hablado, estoy segura de que haréis muy buena pareja —añadió la anciana guiñándole un ojo a la muchacha.

—Lo siento —se disculpó el joven ruborizado, con una dulce sonrisa que le iluminaba la cara—, no hagas caso a mi madre…

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