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Periodística
Un «paseo» por la península con Vikingore

Un «paseo» por la península con Vikingore

Y te levantas al día siguiente, dolorida, desorientada, sin tener claro cuál será el siguiente destino de la mano de Vikingore. Esperando que alguien te meta prisa para despegarte las sábanas y salir con prisas de una ciudad con atascos rumbo a alguna autovía o a alguna carretera de montaña. Pero hoy no será uno de esos días.

Hoy has amanecido en tu cama, de vuelta a la rutina, tu rutina, que probablemente no se parezca en nada a la de tus, hasta ayer, compañeros de viaje.

Te preparas un café. Ya no buscas un lugar cercano al hotel, o una vía de servicio. Ahora pones tu máquina, con la mirada vacía y el síndrome de abstinencia.

Te duele todo, no solo los músculos que saturaste al volante, sino también los que se entumecieron por tantas horas dentro de aquella furgo. Aquella en la que pasasteis de ser tres a seis, y después siete.

«Y tienes un mono que parece un orangután en una jaula de pájaros«

Te enciendes un cigarrillo con el mechero que te regalaron por pesada, por andar todo el día pidiendo fuego al quedarte sin gas en el tuyo en la primera parada que hicisteis en el camino. Y echas de menos todo aquello.

No sólo tienes la resaca física y el cansancio, sino que además se une con echar de menos a la patulea con la que has convivido los últimos cinco días, y te preguntas ¿cuándo será la próxima? Porque si por ti fuera, hoy mismo te volverías a montar en ese habitáculo, a meter de primera a sexta y te dirigirías a un nuevo destino…

Recuerdas cómo comenzó todo: la lluvia, la espera, las prisas por llegar a Santa Justa, todo era una cuenta atrás donde el tiempo era primordial para encajar el viaje. Unos vienen, otros se van, y al final, la Vivaro está cargada. Sólo sois dos, vas con Adri Mejías, y atravesar Sevilla en hora punta se hace eterno, pero al fin llegas a Coria, recogéis el equipo, y Adri Muñoz se une al viaje. Con casi media banda te recorres los más de quinientos kilómetros que os separan de Madrid. La Vía de la Plata parece no terminar nunca, pero la madre de Mejías ha preparado comida para amenizaros el camino. La conversación con Mejías te mantiene despierta, te habla de música, de estudios y de temas banales, y aunque es agradable la compañía, por cómo eres, agradeces los silencios rotos cuando os cruzáis con alguna rapaz.

Madrid se sume en un intenso caos donde encontrar la sala sólo es el comienzo de un frenético viaje. Llegáis tarde, muy tarde, y salen a recibiros con prisas. Nadie puede empezar sin vosotros y sus ansias por comenzar, junto a una amabilidad envolvente, hacen que la furgoneta se vacíe en pocos minutos. “¿Y la pieza del charles?”, “¿El qué?”. Falta una pieza de la batería, viene de camino, pero tardará, y aún faltan tres integrantes del grupo, entre ellos David, quien trae la dichosa pieza consigo. Pierdes la cuenta del número que veces que te preguntan por los que faltan. Fuera de la furgo todos tienen prisa. Dentro, han sido cinco horas intensas, inacabables.

Más tarde aún llegan David y Ángel, y a pesar de haber retrasado la prueba de sonido lo máximo posible, no llegan a la que han hecho los guitarristas. A media hora de dar comienzo el concierto, llega Gonzalo. Llega en su coche, desaliñado, recién salido del trabajo, con las mismas prisas con las que se irá al terminar el concierto, es el único que no podrá quedarse en Madrid a pasar la noche antes de ir al siguiente destino. Debe amanecer en Málaga para dar clase a sus alumnos de secundaria.

Al fin llega el momento esperado

Los cinco suben al escenario, prueban antes de tocar y ¡adelante! Es la primera vez que esta nueva agrupación se sube a un escenario de Madrid, y para Gonzalo es su primer concierto tras dos años de pausa. Funcionan bien en directo, e incluso se les nota cierta complicidad, aunque es la primera de las cuatro noches que compartirán las luces ante un público dispuesto a dejarse la voz y a amanecer ronco.

Al terminar sólo quieren descansar, tomar aire, estirando las piernas o sentándose en la zona que les ha reservado la sala; comentar el concierto con una cerveza en la mano. Por fin un poco de tranquilidad tras el estrés y las prisas por llegar a tiempo, y después, de nuevo a cargar el equipo, rumbo al hotel.

Caes en la cama, pero echas algo de menos. Es pequeña y alejada de tu propia zona de confort, pero cálida. El silencio se cuela por cada poro de tu piel, y te parece como si te hubieses quitado un peso de encima. El primero de los cuatro días ha llegado a su fin y ahora sí que es hora de descansar.

Un murmullo te despierta. Oyes la ducha. La voz de Ángel dice tu nombre, y con cierto cariño te avisa de que es la hora. Como cada mañana, miras el móvil, ¿mensajes de buenos días? Alguno. Y te das cuenta de que no se ha cargado la batería. Mierda. “No te preocupes”, dice Marsé, “traigo un cargador para la furgo”. Respiras. Recoges, y al salir de la habitación, ves que ‘los chicos’ aún no han terminado de recoger y ducharse. Miras el reloj. Sabes que necesitas un café, pero no será en el hotel.

Salir de Madrid un viernes a las nueve de la mañana no resulta sencillo. “Por Arturo Soria”, sabes hacia dónde tienes que ir, pero el GPS no, y no deja de enviarte a la M30, “¿estamos locos? ¡Si los coches están parados!”. Cuando llegas a la A6 respiras. Y desayunas, la primera ‘tostada’ con jamón de la gira, aunque más bien parezca un bocadillo. La conversación se centra en el nuevo disco, en lo grabado y en lo que está por grabar. Aunque las bases están claras, parece difícil ponerse de acuerdo.

De camino a Vigo

Tras la pausa, volvéis a la carretera. El viaje hasta Vigo parece eterno. Los gritos de emoción de Marsé al ver la nieve resultan ‘simpáticos’; los tuyos, al ver los castillos, despiertan las ganas del resto por resaltar cada uno de los que os vais encontrando por el camino, hasta que ya no necesitas estar pendiente, sino que te van avisando mientras tienes la mirada perdida entre las curvas y los coches a los que adelantas. El paisaje es precioso, y es lo único que ameniza los kilómetros de autovía.

Vigo parece estar en el fin del mundo, pero sólo llegáis media hora tarde. No hace tanto frío como esperas, y al dar una vuelta, parece que la furgo cabe en un hueco entre un coche mal aparcado y la entrada de un garaje, aunque eso significa quitarle el contenedor a la gaviota que se estaba dando el festín de media tarde. Hoy sí parece que habrá prueba de sonido, y a las seis de la tarde sólo se puede pedir algo de comer en un kebab.

Prisas, siempre todo con prisa. El concierto comienza más de media hora tarde, y todo se retrasa, pero no importa, los grupos están motivados y dispuestos a dar lo mejor de sí en una sala que parece pequeña y angosta, aunque de decoración muy llamativa. Conforme va pasando el tiempo, va llenándose poco a poco, estando al final del concierto casi completa.

Esta noche es especial, hoy no dormirá el equipo en la furgo, sino en la propia sala, por lo visto no es demasiado segura la zona. Así que toca llevar el equipaje al hotel, pero el cansancio del viaje no puede hacer frente a las ganas de salir un viernes en una ciudad desconocida, y la cercanía del hospedaje permite alguna cerveza en la misma sala con los otros dos grupos. Charlas trascendentales, internacionales y con los autóctonos, hacen que la noche se haga muy breve, y cuando nos queremos dar cuenta, para ‘los chicos’ es la hora de una ducha rápida y de cargar el equipo de nuevo a la furgo. El próximo destino está a casi 800 kilómetros, y si no salís temprano, no podréis estar a tiempo para montar en Zaragoza.

Una risa nerviosa murmura tu nombre

Aunque en la calle hace frío, no deja de ser el norte, y te parece increíble que en la habitación del hotel haga más aún, haciéndote tiritar. Alguien debió pensar “las estufas están sobrevaloradas”. Mientras ‘los chicos’ lo preparan todo para el viaje, te echas un rato. Pero poco después, en ese punto del sueño en el que no está claro si lo que ocurre a tu alrededor es real o una quimera, oyes de nuevo tu nombre mientras una ‘presencia’ se introduce en tu cama. Pero esta vez va acompañado de una risa nerviosa, quizás producto del frío. Alguien te abraza, da calor en la gélida cama en la que te encuentras. Pero tu visión aún está turbia, y algo en tu subconsciente hace que te recuerde a ‘la chica de la curva’. El calorcito que te da provoca que no te importe demasiado la imagen escabrosa que se repite en tu mente. Son las seis de la mañana, y más el frío que su insistencia, te hace levantarte de la cama. Maleta en mano vuelves a salir de una habitación en la que no has pasado más de una hora.

‘Los chicos’ están activos, la ducha les ha espabilado lo suficiente, y los nervios provocados te hacen cambiar la furgo de sitio. Cargan. Te sientas en el asiento del copiloto y, como el resto, duermes de forma intermitente. Cada vez que abres los ojos puedes ver que sigue siendo de noche, y sólo os rodean las montañas. Debe hacer frío porque tu ventanilla está empañada. Pero no importa, te encuentras demasiado cansada como para dar señales de vida, y no quieres que nadie te de conversación para poder seguir descansando.

Paráis en una vía de servicio demasiado alejada de la autovía, y aunque te pesa todo, lo mejor será desayunar algo, hay pocos lugares para parar, y es un riesgo esperar al siguiente. Café en mano y otro ‘bocadillo’ de jamón con tomate. Intuyes las risas que acompañan las anécdotas de la noche. Recordabas una noche excepcional, llena de caos y momentos random que no sabías si ibas a querer recordar siempre o, si por el contrario, sería mejor olvidarlos. Se respira euforia en la mesa, pero una vez arranca el motor y salís a la autovía, se vuelve a hacer el silencio, sólo roto por la música que vais poniendo por el USB de la radio.

Batalla de nieve

Alguna parada para estirar las piernas, echar un cigarro, y comer algo, amenizan la autovía. Conforme avanzáis, las conductoras sois las mismas, pero los copilotos se van turnando, teniendo cada uno su propia peculiaridad. Autovía. Una decisión, tal vez desafortunada por el tiempo, tomada junto a David hace que Marsé se estrese, os habéis salido de la Autovía y os encontráis de lleno con la carretera de montaña que conecta Burgos con Logroño. Al parar un rato te planteas que, tal vez, no ha sido tan mala idea coger ese camino mientras observas a ‘los chicos’ tirándose bolas de nieve. Al menos las curvas cerradas le dan un poco de alegría al viaje, un poco de tensión, y tomas conciencia de cuánto pesa realmente el bicho que conduces. Regresáis a la Autopista.

Al fin llegáis a Zaragoza, pero esta vez, a pesar de estar aún más escondido el sitio, y a las afueras de la ciudad, lo hacéis con tiempo de sobra para descargar y montar con relativa calma. Y quienes habéis conducido durante 800 kilómetros, desaparecéis, no sin antes oír una voz de pena preguntando “pero, volveréis para el concierto, ¿no?” que no puede más que sacarte una sonrisa. Expedición hasta el hotel, una ducha, un paseo, una cena de verdad donde descubres cuánto echabas de menos una ensalada, y de nuevo se cargan las pilas para volver, en esta ocasión al centro cívico donde han organizado el concierto.

pero, volveréis para el concierto, ¿no?

Llegáis un poco tarde, los chicos ya han comenzado, y al mirar al escenario ves a los cinco. Sonríes. Saltan, bailan y disfrutan de un escenario que parece enorme, nada que ver con los de las dos noches anteriores.

Al terminar, os encontráis casi todos en el exterior, cigarrillo en mano. Fotos, cervezas, risas y más anécdotas, falta poner al ausente al día. Recelo, quizás unido con un poco de desubicación. Un grupo os invita a uniros a la fiesta en un lugar desconocido. Hay que ser responsables, primero hay que dejarlo todo en el hotel, después ya se llegará en taxi. El GPS vuelve a hacer de las suyas, pero la primera expedición tuvo sus frutos y llegáis bien, aunque el ‘parking’ deja mucho que desear… Y junto al equipaje también dejáis a algunos caídos en el hotel. Necesitan descansar.

Volvéis a recorrer las mismas calles del paseo de la tarde, ya es un terreno ‘familiar’, aunque sea sin salir de la zona colindante al hotel, en pleno centro de Zaragoza. Los 4 grados no se notan, y te recuerdan a la temperatura de Vigo, con las mangas del chaleco remangadas. Pero la cena se alarga, y los de los bares de por donde estáis os miran ‘raro’, tal vez las pintas no sean las más adecuadas para el pijerío que se respira, además de no ser la música que más os motiva, y optáis por volver al hotel.

Cerca de las cuatro de la mañana, de nuevo en la habitación, ‘pasarela’ de pijamas y a descansar, con un silencio interrumpido sólo por los ronquidos ajenos. Ya se echan de menos las horas de sueño, y el cansancio está presente.

Ángel de nuevo comienza a nombrar para que salgamos de la cama. Las cortinas impiden reconocer que ya ha amanecido, y al salir al exterior comprobamos que hay luz. Son más de las nueve, pero cuesta deshacerse de la sensación de que la noche continúa, al igual que de las sábanas.

Siete grados al sol

Buscáis un lugar en el que desayunar. Sol. Sabes que necesitas sol, y el bar más próximo no tiene montada la terraza. Con extrañeza, el camarero pone las mesas, avisando de que en el interior se está más calentito, ¿cómo se puede estar más que al sol? No corre viento, y la temperatura es agradable. En cierto modo, acostumbrados al frío húmedo, ignoráis que estáis a siete grados. Los desayunos ‘dobles’ van rulando por las mesas, y una vez satisfechos, levantáis ‘campamento’. Es hora de continuar la marcha hasta Tarragona, donde haréis una breve parada antes de llegar a Barcelona.

La autovía se antoja eterna, cambiando el paisaje nevado por el de los Monegros. Un cartel de ‘Playa de Zaragoza’ te despista. Y con la misma ilusión con la que recibes el de ‘Meridiano de Greenwich’, te despides del que indica el final del tramo. Ya te has acostumbrado tanto a las autopistas que cuando entras en otra nueva carretera de montaña lo disfrutas. Sientes el esfuerzo del motor subir las cuestas, y notas cómo casi vuelas al bajarlas.

Tras un buen rato, aparcas en un polígono a las afueras. Gonzalo, el bajista, ha quedado para recoger un nuevo ‘juguete’. Se te eriza el vello al ver cómo se le ilumina la cara cuando se lo ponen en los brazos. Pero hay hambre, y debéis llegar a tiempo a Barcelona. Otra parada en el camino permite llenar los estómagos, y peaje tras peaje al fin entráis en la ciudad condal, donde el tráfico es más que denso, y otro error del GPS casi os hace perderos. Pero al fin llegáis al puerto deportivo, donde se encuentra la última de las salas. Aparcas, y volvéis a repetir la ‘rutina’ de los días anteriores.

Un último concierto

Las pruebas de sonido preocupan a ‘los chicos’, pero finalmente la sala suena mejor que nunca. La gente se abarrota frente al escenario, y entiendes por qué ‘esto’ engancha tanto. El muchacho de la Monasterio es un encanto, y te indica cómo subir a la barra para hacer mejores fotos. Las consumiciones llegan en forma de tarjeta, y te sientes a gusto entre las personas que se concentran en un lugar donde caben unas 150 personas, apretadas, pero encantadoras.

Por cuarta vez, Ángel anuncia un Wall of death, y esta vez no puedes resistirte. Sueltas los chismes y vuelas. Caes sobre el escenario. Te lanzas de nuevo. Y, como es lógico, acabas amoratada, pero con una sonrisa. O varias, porque no sólo sonríes tú, sino que también lo hacen quienes tienes alrededor mientras te miran como si estuvieses loca. Y en el fondo de tu ser, sabes que haber cumplido la trentena hace una semana no te ha hecho envejecer, sólo recordar, tal y como llevas haciendo todo el fin de semana con alguien a quien conoces desde hace más de una década.

Pero todo acaba, y de nuevo toca volver a la furgo. Respirar hondo y ver cómo os alejáis de las luces de la ciudad, pero esta vez no vais camino a un nuevo lugar, sino de vuelta a casa. A continuar con tu rutina, esa que no será igual que la de tus compañeros de viaje.

Reportaje publicado originalmente en www.metalspain.com, en febrero de 2016.
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